Todo era rosa, luces parpadeantes y sándalo; rosas en las paredes, como si aquella casa fuera el palacio de un poeta romántico tardío con reminiscencias moderadamente rococós; rosas en tu ropa interior, aunque me recibías casi desnuda, sentada en el sofá tapizado de flores, con las piernas cruzadas, como si pretendieras velar, acaso, tu desnudez. Las luces titileantes de las lamparillas que colocabas en el suelo, en las estanterías, brillantes como los ojos de los gatos en la oscuridad, dibujaban luces y sombras en tus senos; tu mirada era el comienzo de una sonrisa y celada en la que dejarse atrapar gozoso. Tú eras la mujer morena en una vida de mujeres rubias y de ojos claros; tu carne era dura, tus músculos marcados, como si practicaras algún deporte, aunque nunca te hubieras rebajado a tal. Eras carnalidad, placer y desahogo, por eso acudí a buscarte a aquella casa antigua, de techos propios del París del siglo diecinueve.
Debía comenzar a padecer los problemas derivados de la crisis de los cuarenta -esa edad en la que los hombres descubrimos que no hemos llegado a ser nada y que nunca lo seremos, a pesar de nuestros sueños juveniles- porque busqué en tu calle, y encontré el viejo café en el que a media tarde nos solazábamos con un cortado y una copa de armagnac, después de dejar que mi cuerpo se vertiera feliz en ti; encontré la librería de viejo con sus grabados iluminados a mano y los gruesos libros de autores ya olvidados, buscados tan sólo por eruditos y por amantes de lo extraño; pero no encontré la casa en la que cada tarde de lunes y de viernes me hacías sentir un hombre, el mismo que había olvidado ser, castrado por el trabajo, el matrimonio cargado de hijos, la vida gris en un entorno de matrimonios burgueses, la rutina de cama, mesa y flexo, comida de restaurante de menú, merienda familiar, televisión y cama.
No parecía razonable; Evas, recuerdo el rótulo forjado en hierro, pintado en un rojo oscuro, estaba situado entre la cafetería y la librería de viejo. Cuántas tardes no entré a buscar un libro para dejar pasar el tiempo hasta que llegara mi turno. En una ocasión te regalé la Eva Futura de Villiers de l’Isle Adam, y en otra las sonatas de don Ramón del Valle Inclán, a quienes el Señor haya perdonado. No pudiste acabar de leer el libro del francés, pero reconociste haber llorado de emoción con los amores del viejo marqués de Bradomín.
Evas estaba entre ambas casas, resistiendo a la pala excavadora de los alcaldes y los empresarios voraces, entre moles de hormigón, acero y cristal. Y tú estabas dentro, con tus senos como dos cúpulas, o más bien como dos medios pomelos de areolas de un rosado oscuro, tan sensibles. Tus muslos eran poderosos, me gustaba azotarlos con cariño. Recuerdo que me recibías con las piernas cruzadas, como si…
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Relato extraído del libro Evas
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