Se celebraba el Congreso Mundial de Amantes de la cantante Madonna en el Madison Square Garden de Nueva York y el cruce de la calle Treinta y tres con la Séptima Avenida era una fiesta de policías intentando organizar el tráfico, de puestos en los que se vendían esos lazos que por alguna razón denominaban pretzels, perritos calientes, bebidas burbujeantes y recuerdos del acontecimiento –destacaba una camiseta que tenía serigrafiada la vagina de Madonna y el lema ‘Yo también estuve aquí’- y de camionetas de las televisiones que apuntaban sus antenas hacia algún supuesto satélite, con reporteros en fila enfrente del edificio, dando sus crónicas en las que repetían las mismas informaciones comunes y ya sabidas casi de memoria.
–Hoy habrá más público que en cualquier partido de los New York Knicks o de los New York Rangers. –Afirmaba el joven y anodino reportero de la CNN. –Música, caras famosas, bonitos vestidos. Esta es sin duda la gran fiesta del American way of life.
–Se espera una mayor asistencia que en la Convención del Partido Republicano de 2004, ya que por debajo de los asientos del nivel rojo se ha habilitado la rotonda, lo que significa que el edificio estará a reventar. ¿Cuántos hombres y mujeres habrán estado dentro del cuerpo de Madonna? Es incalculable, pero el número de asistentes al evento de hoy nos podrá dar una idea aproximada. –Bramaba una muchacha morena y reputa de Telemundo antes de dar paso a un anuncio de un perfume de Tom Ford para hombre.
–Nada hay más público que la intimidad de esta mujer. Nosotros estamos aquí para contárselo. –Expresaba con seriedad un joven canoso y puro viejo de la CBS.
–Hay delegaciones en este Congreso de Amantes de Madonna insospechadas. Ha venido una delegación de eslavos, una delegación asiática, una delegación lapona, una delegación peruana y una delegación monegasca que, curiosamente, se ha encontrado a miles de los participantes en el congreso que hubo en Montecarlo de amantes de las princesas Carolina, Estefanía y del ahora rey Alberto. Esto es sexo de verdad, puro vicio, puro siglo XXI, aquí, en la Fox. –Gesticula un joven maricón que pretendía pasar por viril sin excesivo éxito.
A la delegación española, compuesta por las momias de artistas que se dieron a conocer en la Transición por el simple hecho de estar vivos, se les había asignado las peores localidades de la última fila, donde estaban sentándose, con cuidado que no se les cayera el plato de sopa que les había dado el gobernante de turno, en el que estaban mojando pan. No se podría asegurar si el pan lo mojaban en la sopa o en el gobernante, que les había hecho una ley especial para ellos, para que pudiera robar legalmente a sus compatriotas, el muy simpático canalla. Ninguno de ellos, ni de ellas, había estado en el popular coño de la presunta cantante, pero a un socio privilegiado, como al parecer era España, no se le negaban caprichos.
Nueva York era una orgía de colores. Ondeaban las banderas de Estados Unidos y desde los mismos tejados en que estaban apostados los francotiradores, cientos de eunucos lanzaban miles de kilos de papel brillante recortado que resplandecían contra los haces de luz de los focos preparados en torno al edificio. Era la gran fiesta de América. ¡Dios la guarde! Dijo una voz que tronaba por la megafonía externa.
El periodista de la ABC, con su blanca dentadura recién implantada, se acercó a dos muchachas rubias y de piel blanquísima que miraban las pantallas gigantes con la cara sonriente de la diva, momentos antes de empezar el acto:
–¿Qué os parece esta gran mujer?
–Realmente, realmente –intentó articular la más bella de ambas, un ejemplar selecto de cuello finísimo, barbilla delicada, labios sonrientes y besables- es un ejemplo para todas las mujeres de hoy. Yo, yo, yo… yo creo… creo que… es un ejemplo, sí, un ejemplo. Si tu cuerpo es tuyo… pues, pues… goza como una perra, sí, como una perra.
Un grupo de muchachos, con su cerveza dentro de la bolsa de papel, que había alrededor, jalearon sus palabras y ella comenzó a saltar ante la cámara, con los brazos levantados y una feliz sonrisa infantil.
El periodista de la CW tenía a su lado un tipo medio calvo que masticaba chicle, con gruesas gafas y una camiseta en la que podía leerse 47. Al parecer era profesor de literatura en alguna universidad. Por la megafonía externa se anunció que el Congreso comenzaría en cinco minutos. Hizo acto de entrada el heredero al trono de la Casa Real de Noruega con su zorra. Ella saludaba satisfecha. Él tenía una sonrisa meliflua. El periodista preguntó al experto si el Congreso era la constatación de que había muerto un modelo social y comenzaba una nueva era.
–Yo creo –arrastró el sonido del ‘Yo’ como si hablara de las pirámides mayas- que madame Bovary, la Regenta y Anna Kareninna ya no asombran a nadie. Son modelos obsoletos. Hagas lo que hagas con tu cuerpo, ahora todo está bien, y no sólo está bien, sino que nadie puede opinar.
En sus casas, millones de putas asentían satisfechas y millones de iletrados en pijama o camiseta, tras beber su cerveza, preguntaron a sus mujeres -¿Y esas quiénes son? (en referencia a la Bovary y compañía)- sin respuesta válida alguna. Pero su buen Dios quiso darles el espectáculo que anhelaban.
Una camioneta se dirigió a toda velocidad al Madison Square Garden, rompió una barrera. El conductor debía llevar chaleco antibalas y casco, porque los insistentes tiros no consiguieron frenar su ímpetu; debió proteger las ruedas, porque las balas que llegaban desde las azoteas no lograron impactar en ellas. Quizá se llegara a ver todo con calma cuando las televisiones del mundo proyectaran de nuevo las imágenes ralentizadas. El caso es que, a pesar de todas las seguridades, la furgoneta impactó contra el edificio. Sería difícil asegurar cuántos kilos de explosivo llevaba y de qué tipo, ya lo dirían los analistas, lo cierto es que una llamarada similar a las que predice el Papa contrarreformista que habrá en el Infierno brotó del lugar, una humareda gris y negra, densa como papilla de guisantes, hizo irrespirable el ambiente, decenas de realizadores obesos, alcohólicos y divorciados dieron órdenes por línea interna a sus cámaras de enfocar y cientos de cadenas de televisión de todo el planeta demostraron que Nueva York seguía siendo el centro del espectáculo mundial.
Locutores de todo el planeta buscaban adjetivos, terrible explosión, horrible explosión, pavorosa explosión, horrenda explosión, horripilante explosión, apocalíptica explosión, horrorosa explosión, espeluznante explosión, aterradora explosión, horripilante explosión, mostraban sus gestos más serios e intentaban explicar cómo la pared dañada no podía soportar el impacto y parecía tambalearse.
Entre los millones de personas que cesaron toda actividad, salvo las mecánicas del organismo, para no perderse nada de lo sucedido en sus pantallas, un caballero de Lerma, provincia de Burgos, España, que frisaba en los cuarenta años y bebía un calvados, colocó sobre la mesa el libro que estaba leyendo, El Conde de Montecristo, y dejó de prestar atención momentáneamente a las venganzas magistrales de Edmond Dantes para contemplar como morían miles de amantes de Madonna, y quizá la misma Madonna, si su conversión al judaísmo no la había vuelto eterna. Al mismo tiempo, un caballero de Albi, Francia, que vivía a poco menos de cien metros del Museo Toulouse-Lautrec, que frisaba en los cuarenta años y bebía un calvados, colocó sobre la mesa el libro que estaba leyendo, El Conde de Montecristo, y dejó de prestar atención momentáneamente a las venganzas magistrales de Edmond Dantes para contemplar como morían miles de amantes de Madonna. Sin duda es una circunstancia casual, uno de esos hechos que llamamos casualidades quizá de un modo injustificado. ¿No es excesiva coincidencia? Don hombres, la misma edad, el mismo libro, la misma bebida y contemplan lo mismo en la televisión.
Quizá pudiera obtenerse alguna enseñanza de estos hechos. Probablemente. O quizá no.
Extraído del libro Extraña noche en Linares
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