Un grupo de escritores confinados no al modo del Decamerón, sino en casa, nos hemos reunido -espiritualmente- para ofreceros estos Cuentos del Coronavirus. Que os alivien del toque de queda.

 

Es la economía

Miguel Ángel de Rus

Autor de 36 maneras de quitarse el sombrero

El tipo al que la prensa occidental anteponía al nombre y el apellido siempre el adjetivo “mecenas” escuchaba a su informante mientras se llevaba a la boca una punta de tenedor de ensalada de pepino, tomate y cebolla, todo cortado muy fino y aliñado con aceite de oliva, limón, sal y perejil, que alternaba con voraces bocados a una brocheta de hígado de ganso a la parrilla condimentada con sal, pimienta negra y comino.

Asentía con la cabeza mientras le leían con frialdad los datos.

–A día de hoy ya son 12.500 los muertos y más de 295.000 los contagios en todo el mundo.

No dejó de masticar para interesarse por cuánto habían bajado las bolsas.

–Las de Nueva York, Madrid, Londres, París y Francfort están cayendo una media de casi diez puntos diario, y en torno al tres por ciento las de Hong Kong, Shanghái y Censen, entre otras. Pero después vendrá su jefe de analistas para darle los datos concretos bolsa a bolsa.

El magnate sonrió y asintió. Con gesto decidido echó un largo trago, a gollete, de la Pepsi Kosher, y se limpió los labios con una servilleta en la que estaban cosidas unas letras hebreas en colores brillantes sobre un fondo negro.

–No hay nada como un buen estado de shock. Estos idiotas se dejan robar como niñitas asustadas. Mañana será el último día que caigan las bolsas y será cuando ejerza todas nuestras opciones de compra. Pasado mañana los gobiernos por fin presentarán sus paquetes de medidas de reactivación de la economía, y las bolsas repuntarán con un rebote como nunca se había visto.

El mecenas soltó, sin querer, un eructo, producido sin duda por la risa. Saboreó con la puntita de la cuchara un pequeño trozo de pudin de almendras y dio un pequeño sorbo al botz, un excelente café, sin duda.

Con un gesto de la mano despidió de la habitación a todo el servicio. Le apetecía quedarse solo para meditar su magistral jugada: cuatro años de paciencia, de guardar el virus al que tanto les había costado llegar, hasta el momento de liberarlo, pero al fin podía disfrutar de sus resultados.

Sacó el móvil y se acercó al ventanal de la habitación de hotel. Sin duda una gran suite presidencial, como él merecía. Apoyó la cabeza contra el cristal y en el momento en que comenzaba a hablar con alguien –se especula que con un socio- se le acercó a una velocidad de 805 metros por segundo una bala procedente de un rifle McMillan TAC–50 disparado a una distancia de casi tres kilómetros.

No es necesario especificar que su cerebro quedó esparcido por la alfombra de seda Sighned hecha totalmente a mano en la ciudad de Ghom.

Era indudable la gran destreza del francotirador. Se dijo después del espanto generalizado y de las manifestaciones de dolor por todo el mundo, y el consiguiente duelo, que había sido un miembro del Koint Task Force 2 que ya había mostrado parecidas habilidades en la cabeza de un yihadista, pero nada de ellos se pudo leer en prensa comercial, sólo en los mentideros.

Hay que reconocer que vivimos grandes tiempos con avances espectaculares en el conocimiento de los virus, el armamento de alta precisión y la fabricación de alfombras. Nuestros antepasados quedarían admirados si pudieran vernos.

El virus siguió su trabajo hasta acabar con varias miles de personas más, hasta que llegó a África, donde se desvaneció la noticia y no se sabe muy bien qué sucede.

Muchas empresas cambiaron de manos, mucha gente quedó sin trabajo, sin futuro… es la economía, idiota.

           Cerdos vietnamitas

Juan Manuel Sánchez Moreno

Autor de Herederos y conquistadores

 Tras haber burlado a la muerte una noche más, el detective Javier Figueroa se disponía a desayunar antes del amanecer envuelto en su gabardina y con gafas de sol pese a ocupar un oscuro rincón en un siniestro bar clandestino de las afueras.

—Una copa de magno, pidió haciendo un esfuerzo en pronunciar la ge como si fueran tres jotas, y también pidió que no se llevara muy lejos la botella.

La escasa clientela entraba y salía atosigada por la premura sin tomarse la molestia, menos mal, de saborear el café aguado y el anís matarratas, pero no lejos de su taburete había dos tipos de aspecto oriental que parecían más sosegados, o al menos eso dejaban entender sus pausadas maneras asiáticas y esa actitud flemática que tiene la gente de por allá incluso lejos de casa. De haber entendido su idioma, el fatigoso investigador habría descubierto detalles sobre algo por lo que el ser humano le habría quedado eternamente agradecido, incluso la deuda que contrajo con sus perseguidores se habría saldado. Por eso mismo, porque aquella lengua era incomprensible para los locales, los dos tipos siguieron a lo suyo:

—Esto se nos ha ido de las manos, dijo uno en su idioma.

—Y lo peor es que lo de los cerdos no va a colar durante mucho tiempo, al menos hasta que nos hayamos largado, respondió el otro en la misma lengua, que ya sería la misma en toda la conversación.

A estas alturas de la operación en la que se había embarcado, aquella misteriosa pareja, cuya actitud confundió con serenidad el cándido Figueroa, mostraba más bien el temple del guerrero que espera órdenes. Sin embargo, lejos de perder interés por aquellos extranjeros, el sabueso decidió jugar a ser actor de doblaje en la escena que estaba presenciando:

—Eles feo y desagladable, chino mandalín.

—Y tu helmana es una lamela y una celda.

Semejante divertimento enojó a los dos y se acercaron al incómodo cliente que se reía de su ingenioso número.

—¿Qué ha loglado complendel? ¿Pol qué sabe lo de la celda?

—Lo sé todo, soltó el insensato borrachín.

Era el brandy o los personajes habían cobrado vida. Figueroa riendo a medias y sospechando haberse metido en otro lío, desplegó su táctica de dejar hablar a los demás para evitar equivocarse primero. La manera en que mecía en círculo la copa indicaba que la botella estaba a medias.

—Lespóndenos, cablonazo. Si te envía el dilectol de la fáblica, es mejol que le digas de nuestla palte que todo está en olden, ya hemos inoculado el vilus en la celda y funciona. Ya solo queda intloduciílselo a las demás pala que las celéblitis que las adopten lo atlapen y sus millones de seguidoles también.

—Soy yo el director de la fábrica. ¿Y qué hay de lo otro?, preguntó al azar Figueroa, maestro en confundir a la gente sobre sus intenciones e incluso sobre su aptitud.

—¿Lo otlo, lo otlo?, respondió uno de ellos, el que parecía algo más alto, perdiendo las formas.

Rápidamente supo Figueroa que eran vietnamitas y que esa gente, cuando pierde la compostura, se desata y se pone a relatar. Así fue como el incrédulo excomisario empezó a escuchar un relato inverosímil, especialmente con ese acento tan pintoresco que requería terminar la botella y pedir, por si acaso, otra.

—Quiero la mercancía, lanzó de nuevo un órdago el insensato Figueroa confiado en que la suerte estaba de su lado.

—La lecibilás cuando estemos a salvo. Pol el momento, toma este flasco de vilus pala las celdas y este soble celado pala que lo ablas si la cosa se desmadla, ya sabes, los opelalios…

Un pequeño gesto que podría ser interpretado como una despedida puso fin a esa conversación tan incongruente, tras lo cual, los orientales salieron del bar y Figueroa se dispuso a abrir el sobre para desentrañar aquel misterio. Un trago más y a leer aquel informe titulado simplemente «NijaoPhone, alto secreto: pandemia». Expresado en un lenguaje muy escurridizo, la estrategia consistía en despistar con el contagio de las celebridades, cuyo foco, los cerdos vietnamitas, se localizaría en dos semanas, pero ya sería tarde porque en realidad la pandemia se extendería por su cuenta en periodo de rebajas a través de los teléfonos móviles que la multinacional vendería por todo occidente y cuyo virus no era precisamente tecnológico sino todo lo contrario, uno biológico y muy agresivo. Los probadores de los micrófonos, sustituidos por miles según iban quedando indispuestos, contenían en su saliva el mal y viajaba desde la planta de montaje en pleno desierto del Gobi hasta las estanterías de los centros comerciales de los siempre crédulos europeos, que pensarían haber transmitido sus virus usando el nuevo Smartphone.

—Cerdos vietnamitas, exclamó el detective, que al poco cayó redondo sobre la mesa al acabar la lectura y la segunda botella.

Al despertar, como de costumbre, olvidó la mitad de lo presenciado y el resto lo confundió con sus habituales pesadillas de brandy barato.

A las dos semanas, las autoridades confinaron a la población ante el riesgo de pandemia, pero Figueroa seguía ajeno a cualquier acontecimiento y como de costumbre regresaba a desayunar al mismo garito sombrío donde ni sus enemigos ni el propio demonio lo encontrarían.

 

Paciencia

Salvador Robles Miras

Autor de Sangre mala

 El joven, a través del patio interior, le preguntó a su vecino, mucho mayor que él, si podría darle algún consejo para soportar la reclusión forzosa provocada por el coronavirus.

–Sí, paciencia.

–¿Y qué más?

–Paciencia.

–Uf.

–Te queda mucha paciencia por aprender.

 

Veo, veo

David Acebes

Autor de Víctor, el centauro

             Al concluir la cuarentena, mi madre me llevó al oculista.

-Niño, ¿qué letra ves aquí?

-Una “v”.

-¿Y aquí?

-Una “i”.

-¿Y aquí?

-Una “r”.

-¿Y aquí?

-Una “u”.

-¿Y aquí?

-Una “s”.

-Señora –gruñó el oculista-, su hijo es un guasón.

¡Zas!

Lo malo de las madres es que no tienen sentido del humor. Lo malo de ser miope es que uno no ve el peligro hasta que ya es demasiado tarde.

 Aina Rotger Carlón

Comunicado del sindicato de lavadoras y neveras unidas

Autora de Cuentos para un café

 El sindicato entiende la gravedad de la cuarentena, sin embargo insta a los humanos a no hacer veinte viajes a la nevera al día ni a poner mas de cinco lavadoras. El exceso de uso nos está matando, argumentan. Desde que empezó esto nos estamos viendo sobreexplotadas. Si esto sigue así iremos a la huelga, arguyen. Por otro lado defienden que si se tiene que acabar recurriendo a un técnico, dada la cuarentena y la escasez de estos, la pandemia de lavadoras y neveras se verá incapaz de ser solucionada. Pensad en miles de lavadoras y neveras estropeadas, pensad que será de vosotros sin nuestra ayuda.

Su lem : No al abuso de los electrodomésticos, unidas venceremos. Poneros en nuestro lugar.

Volved a las cinco comidas diarias y dos lavadoras por semana, os lo pide el sindicato de lavadoras y neveras reunidas. Por una reclusión más sana y sin sobreexplotación de electrodomésticos, sino acudiremos a la huelga, quedáis avisados.

Juan Patricio Lombera

El fin del capitalismo

Autor de El péndulo familiar

Al principio, todo el mundo creyó que se trataba  de una enfermedad surgida en China, por la escasa higiene en espacios públicos de sus habitantes y su afición a comer todo tipo de bichos. Algo más como la gripe aviar o la fiebre porcina que ya se resolvería. Poco a poco esta enfermedad fue invadiendo otras naciones. Los chinos quisieron ocultar el hecho, pero una vez que ya no fue posible actuaron con medidas draconianas, encarcelando a los ciudadanos en sus propias ciudades y casas para, poco a poco, reducir el número de enfermos y vencer a la enfermedad.

Para entonces el virus ya había comenzado la invasión del planeta. Algunas naciones reaccionaron con celeridad cerrando fronteras como en Rusia o saliendo a buscar al enemigo a la calle en aquellos individuos que parecían sanos. Los más listos fueron los coreanos que hicieron miles de test y lograron con la ayuda de la población local que sí se tomaba en serio las recomendaciones de no salir a la calle reducir en un mes los contagios. Mientras que estuvo confinado en Asia, los europeos pensaron que no era para tanto. Ya llegaría el buen tiempo que acabaría con el bicho decían, por más que en Australia, donde estaban en pleno verano, la enfermedad progresaba lentamente.

Cuando el evento más importante del mundo de telefonía móvil se canceló porque los trabajadores de las multinacionales del sector se negaban a acudir, mucha gente acuso a los ejecutivos de dichas empresas de cobardes, lamentando los daños ocasionados por la cancelación de dicho evento. Las alarmas finalmente sonaron cuando el contagio llegó a Italia. Es cuando empiezan a morir ciudadanos del primer mundo que se toman en serio las cosas. Cada día los infectados crecían de forma exponencial y con ellos los muertos. Pero aun así casi todos los gobernantes se negaron a arrostrar al enemigo al estilo chino. Enclaustrar ciudadanos en sus casas iba en contra de los valores democráticos que decían defender. No obstante, acababan tomando dichas medidas cuando el daño ya estaba hecho.

El problema se encaró de dos maneras distintas. Imitar el modelo chino y recluir a la población para no saturar los hospitales o no hacer nada y esperar que tras un contagio masivo inicial, la población desarrollase sus propios anticuerpos. En los países pobres, salvo Irán, no había tantos enfermos ni muertos. Se pensaba una vez más que las altas temperaturas y algunas comidas especiosas retenían el contagio por no hablar de las bebidas espirituosas, pero la realidad era mucho más sencilla. Al no haber casi test, especialmente en África,  no había tantos enfermos oficialmente hablando y como las poblaciones de esos países eran jóvenes tan solo un 10%-15%  de la población tenía muchas posibilidades de morir. Sin embargo, eran tantos los enfermos y tan grande el peligro que ocurrió una cosa que ni el mejor escritor de ciencia ficción habría previsto: el mundo casi se detuvo. Las fábricas cerraban y echaban temporalmente a los trabajadores a la calle, la gente de oficina intentaba continuar trabajando desde casa lidiando al mismo tiempo con sus hijos y su pareja. China era la fábrica del mundo. Al detenerse ésta, se acabaron los suministros de piezas de automóviles, medicinas, electrodomésticos y casi cualquier producto imaginable.

Otro frente de esta guerra era el médico, pero ni siquiera ante la gravedad de esta situación las farmacéuticas fueron capaces de aparcar sus diferencias y unir esfuerzos, sino que competían entre sí para ver quien sacaba primero la vacuna y se llevaba el dinero de los enfermos. Una de las primeras victorias consistió en el descubrimiento de un antigripal que reducía el tiempo de cura de las personas infectadas leves. Cuando esta medicina salió a la venta en todo el mundo, la gente respiró aliviada. Ya había un tratamiento que curaba al paciente en tiempo record impidiendo que éste se ausentara mucho de su puesto. Y como los que morían eran los viejos, otrora seres respetados de la sociedad, vistos ahora como estorbo en el mundo neoliberal, pues nadie se preocupaba salvo los familiares. De hecho, aunque ningún líder lo confesó (ni siquiera Trump), los gobernantes veían con satisfacción la muerte de los mayores, pues en sus mentes éstos solo representaban gastos para el estado y ninguna producción. Una funcionaria de un organismo crediticio internacional –Karine La Merde-, ya había advertido del peligro de los ancianos para el sistema económico imperante: “Esos malditos viejos desconsiderados viven demasiado y van a acabar descarrilando la economía mundial. Cuando se hicieron los cálculos no se pensaba que podrían vivir más allá de los 80 años de media. Pero no, ahí están los japoneses y españoles con 90 y 100 años. Qué falta de consideración para con las próximas generaciones.”

Si los humanos hubiesen recapacitado quizá se hubieran salvado. No fueron capaces de ver las bondades de un mundo menos interconectado sin tantos vuelos. En todos aquellos lugares donde las fábricas se cerraron temporalmente y las personas dejaron de desplazarse en coche a sus trabajos, la calidad del aire mejoró y, aunque al principio hubo muchas tensiones por tener que compartir 24 horas con unos semi-desconocidos familiares, pronto se recuperaron los hábitos de la conversación en la mesa de comida y resurgieron lecturas pasadas o juegos de mesa con dados  y fichas. Ese era el momento de plantear el salario básico universal. Todo el mundo sabía que en unas décadas los robots coparían el mercado laboral y sólo una élite de técnicos informáticos y robóticos tendría trabajo. Quizá un 10 por ciento de la población. Un mundo menos interconectado podría impedir estos brotes virales universales. No obstante, el ser humano no sabía estar quieto. Se sentía culpable de no hacer nada. Y tan pronto como el peligro pasó, los chinos reabrieron a bombo y platillo sus  fábricas. Ya sólo era cuestión de semanas para que surgiera la vacuna que jubilaría al temible virus.

Con lo que no contó nadie, fue con mi capacidad de mutación. Mi segunda oleada seguía siendo tan infecciosa como la primera y ya no respetaba, en cuestiones de mortandad, a niños y jóvenes. Cualquiera podía caer en mis garras. Pero lo verdaderamente genial de mi versión 2.0 fue que hizo infértil a toda la población de la tierra. Ha costado más de un siglo, pero por fin hoy los animales y las bacterias podemos convivir sin que los humanos nos molesten. Lo que los comunistas, fascistas e integristas no lograron, lo conseguí YO; el coronavirus. Al ya no haber humanos ya no hay oferta ni demanda, ni productos ni bolsa de valores. En pocas palabras, he acabado con el capitalismo.  Sólo con el exterminio de los humanos se podía conseguir.

 

El corona orgásmico

Klaus S. Neumann

Autor en Antología de monólogos de humor. Autoficción

 

Separaron sus cuerpos húmedos y exhaustos después de la noche más mágica y sensual de sus respectivas vidas. Había surgido de golpe, sin aviso, cuando estaban mirando las últimas noticias y las nuevas cifras globales en la pantalla del ordenador portátil.

La felicidad, el impacto era tal que la más joven no pudo sino abrazar a la chica de pelo corto, acariciar su cara y de pronto besarla en sus labios. Lo que pasaba a continuación era un cuento de hadas.

Cuando ambas ya habían separado sus cuerpos horas después y se habían recuperado de esta acumulación de orgasmos inédita, la mayor se inclinó en la cama, hizo ademán de levantarse y cogió de la mano a su amiga para ir al salón donde estaba la pantalla para averiguar si su suerte había continuado.

¡Efectivamente! Cielos azules sin contaminación en China, peces nadando en agua clara en los ríos de Italia, aire puro y sano en el Retiro de Madrid… todos los datos medioambientales habían mejorado inconmensurable.

La que era quizá la mejor ‘hacker’ en el mundo civilizado había transferido sus conocimientos de generar virus informáticos para crear virus biológicos. Era la única forma para lograr que la industria se parase y la naturaleza y el clima pudiesen recuperarse de verdad. Unos meses de paro para el capitalismo ayudaría notablemente al medio ambiente para sanar. Y los cientos de miles de muertos recordarían después a la humanidad que no debían seguir destruyendo el planeta.

¡Misión cumplida!, dijo Lisbeth Salander con una ligera sonrisa al ver la cara de asombro de su amiga Greta Thunberg.

Virus de primavera

Nelson Verástegui

Autor de El ojo de la cerradura

¿Quién puede convencer a una adolescente de que se quede en casa? Sus padres trataron de razonar con ella diciéndole que debería quedarse a estudiar para los exámenes o a ordenar su habitación o ayudar con las tareas domésticas porque había un virus peligroso afuera. No había manera de que obedeciera. Como todos los jóvenes, pensó que era un consejo de viejos miedosos.

Aun así, fue a la plaza a reunirse con sus amigos. Vieron a un grupo de ciclistas preparándose para una salida. Él estaba un poco lejos de los demás, comiendo un helado, vestido de rojo, con un casco negro y pantalones cortos como un corredor del Tour de Francia. Ella y él se acercaron más como si no hubiera nadie alrededor. La conversación fue fácil y lo que tenía que suceder sucedió, el virus del amor cayó sobre ellos y nueve meses después se vio el resultado: un hermoso bebé de otoño.

 

Ahora también tenemos borregos

Susana Corcuera

Autora de A machetazos

 

Una mujer con un vestido de flores azules se desliza por la ventana de una habitación. Es la única salida a un techo ideal para poner a secar yerbas. Ya antes había lanzado por esa misma ventana grandes manojos de alfalfa. Un sombrero de alas caídas le cubre la cara y la nuca. Desata los manojos y tiende a secar la alfalfa sobre los ladrillos calientes por el sol de mayo. La acompañan dos gatos negros, uno a la derecha, otro a la izquierda. A sus más de sesenta años, sigue siendo bonita. Es vanidosa.

Llegó a trabajar a la Ciudad de México sin saber que se quedaría para siempre. Recuerda que cuando vio acercarse al tren que la llevaría a la ciudad, salió corriendo, no pensaba meterse a ese animalote. Su mamá la atrapó. Tenía quince años.

Acaba de tender la alfalfa y salta de nuevo por la ventana, ahora a la habitación. Baja por la escalera principal de la casa, entra a la cocina, se lava las manos, cuelga el sombrero de un clavo y se pone un delantal sobre el vestido de flores. El olfato le avisa que el puerco al horno está listo. Los gatos se han ido a pasear por su cuenta, en su lugar están dos perros viejos. Uno artrítico, el otro ciego de un ojo. Antes de acomodar el puerco en una bandeja, le sirve un buen trozo a cada uno. Con consomé de res, para que no esté seco, y papitas y zanahorias, porque hay que comer verduras. Los perros le agradecen con la mirada.

En el comedor, la familia espera la comida. La madre en la cabecera donde se sentaba su marido antes de morir, los hijos desperdigados con los nietos. Se habla mucho, se entiende poco. Sólo la madre guarda silencio. Está concentrada en el jardín.

En el exterior, se habla de una pandemia. Los analistas comentan las repercusiones en la economía; los religiosos exhortan a la gente a rezar. El fin del mundo se abre como una posibilidad real, eso dicen los profetas. En el comedor de esta casa, se discute lo difícil que se ha vuelto comer a una hora decente.

En la cocina, el puerco ya está listo en la bandeja. No hubo tiempo de preparar sopa ni ensalada, la alfalfa requiere de muchos cuidados. Hay que quitarle la basura y fijarse que no venga revuelta con yerbas malas. Tenderla al sol también lleva tiempo. No es cuestión de aventarla como caiga, no, se tiene que esparcir de manera adecuada para que se ventile y se seque pareja.

La familia sigue esperando. Por fin, alguien se levanta a ver qué sucede en la cocina. Regresa con noticias. No habrá ensalada ni sopa y las verduras les tocaron a los perros, pero sobra un poco de puerco y hay pastel de ayer.

La madre sigue observando el jardín. En el exterior, la epidemia ha hecho cundir el pánico. Han cerrado escuelas, los hospitales no sen abasto. La madre lanza un suspiro, resignada. Me temo que ahora también tenemos borregos en casa, dice. Ahora me explico lo de la alfalfa. De seguir así, los animalitos acabarán en el comedor, y nosotros pastaremos en el jardín.

Esto es de locos

Juan Gil Palao

Autor de  Por un paquete de Celtas

Creo que estoy en un sueño, que esto no puede ser real, que esto no puede estar pasando. Pienso que estoy en una película de ciencia ficción, de tantas futuristas y apocalípticas. Pero me duermo y sueño con la normalidad y la cotidianidad, y despierto y sigo aquí. La calle está desierta, pasa algún coche, alguien paseando al perro, y algún esporádico transeúnte. Oigo por un lado tocar un violín, por otro oigo tocar una trompeta, salgo al balcón al oír gritos y me encuentro a un hombre en pijama, en un balcón del bloque de enfrente, invocando a Dios, pidiendo misericordia, y recitando de memoria salmos. Oigo otro grito, en otro bloque más allá, diciendo que Alá es grande. Y en el balcón del primer piso del número treinta de la calle veo al mismo vecino solivión que, haya confinamiento o no, se pega casi todo el día en el balcón fumando y mirando todo movimiento, hasta ahora, que apenas hay movimiento en la calle. ¿Pero esto qué es? El teléfono móvil no para de pitarme, el Wasap, el Messenger, los correos… Contesto a algunos mensajes, pero ya son tantos que paso. Videos, fotos, montajes, enlaces, audios… Algunos mensajes me hacen reír, otros me entretienen bastante, alguno me emociona, otros son ilustrativos, otros meramente informativos, aunque las noticias no gusten, pero la mayoría son… Son… No sé… Barbaridades de toda clase y toda índole, humor de lo más absurdo y más siniestro, comparaciones tontas con cosas que no tienen nada que ver, difamaciones, informaciones disparatadas que no sé de donde las sacarán ni quien se las inventará, especulaciones, insultos… Pero… ¿Esto qué es?

Me siguen diciendo que no se puede salir de la casa, que el estado de alarma parece ser que va para largo, y me siguen viniendo a la mente películas futuristas y apocalípticas.

Dicen que es el coronavirus, un virus que se propaga a gran rapidez, que se contagia de forma tremenda, un intruso que partiendo de Asia ha invadido el mundo y ha conseguido paralizarlo. ¿Es esto real? ¿Quién ha creado esto? ¿China? ¿Un sabio loco? ¿Las industrias químicas? ¿O… Es cosa de extraterrestres? ¿Qué pretenden? ¿Acabar con los viejos para no pagar pensiones? ¿Acabar con la humanidad? ¿Es una profecía bíblica?… Me sigue pitando el wasap, y sigue saliendo de todo. Nunca había tenido tantos mensajes, tantas conversaciones de grupos, y nunca había cargado tantas veces el teléfono móvil, bueno, teléfono, esto ya es de todo menos un teléfono, pues para lo que menos se usa es para llamar.

Mi hermana me dice por el wasap que a mi sobrino le han puesto una multa por que lo han sorprendido yéndose a ver a la novia y no se le ha ocurrido ninguna excusa que justifique su salida. En esto sale al balcón de al lado mi vecina, y me dice que han multado a su marido, por algo parecido, por saltarse la norma y no aguantar en el piso, y eso que ese hombre no hacía otra cosa que estar todo el día en la calle y en el bar, pero sin el bar… Madre mía sin el bar. «Esto es de locos», me dice esta vecina.

Me comenta que a unos vecinos del mismo bloque no se les ha ocurrido otra cosa que irse a la playa, y que los han parado en un control de carretera, les han puesto “un multazo” y les han obligado a regresar. Pero bueno. ¿No se enteran?

Ya están discutiendo los del piso arriba, desquiciados, con tres niños, los gritos suben de tono y, como a alguien se le ocurra llamar a la Policía se llevan al hombre detenido por supuestos malos tratos, aunque se oigan más los gritos de ella que los de él. Y se están poniendo a caldo, se oyen los insultos, y con los niños delante. No creo que se lleguen a pegar. Hasta que se oye el llanto del más pequeño. « ¿Hás visto? Lo que has conseguido», « pero si la que gritas eres tú », «¿ y tú no gritas?». La conversación baja de tono, ya no se les oye gritarse, menos mal. Luego, por la noche, parece que se reconcilian del todo, no se cortan, pues su habitación pilla encima de la mía, y se oye la cama, y hasta los gritos y gemidos de ella. Estos cuando salgan del encierro van por el cuarto vástago. Ya verás. Pero poco después de la discusión se oye a los dos niños mayores jugar, saltar, reñir y llorar. Están hartos, están desesperados, quieren salir. En estos momentos me siendo afortunado de no tener niños pequeños, el mío ya se tiene solo y hace un año que se fue a vivir con la novia, lo mismo en estos días me hace abuelo. También me siento en este momento afortunado de estar divorciado, pues si aún estuviera con Merche, madre mía, qué penoso me hubiera sido el encierro. Y mira que me costó dar el paso.

La parejita del primero se turnan para sacar treinta veces al día los perros, y el hombrecillo del bajo yo no sé los viajes que hará al supermercado.

Yo, lo llevo bien, dentro de lo que cabe, me esperan varios libros a medio leer y otros tantos por leer, varios relatos a medio escribir y una novela que no consigo continuar. Además, con la guitarra, que es todo un mundo, tengo la vida resuelta. Por no hablar de las películas y series que tendré en el disco duro.

El párroco de la iglesia de la esquina ha puesto dos altavoces en la torre del campanario y, varias veces al día, pone salves, himnos y músicas religiosas que durante unos minutos hacen retumbar a todo el barrio.

Al oscurecer hay animación, vuelvo a salir al balcón. Se ven muchos vecinos en ventanas y balcones, gritan, exclaman, aplauden. Se oye música, se oyen músicos, se oyen sirenas… Se oye por un lado “resistiré” del Dúo Dinámico, por otro lado “que viva España” de Manolo Escobar, “el torito guapo” de El Fari, el himno de España, y otra vez “Resistiré”. El de enfrente vuelve a invocar a Dios y a recitar salmos. Y la vecina del balcón de al lado me vuelve a decir que «esto es de locos».

Cuando me duermo creo que voy a despertar en lo cotidiano, en el trabajo, en el día a día, en la normalidad. Pero despierto, me levanto, y al asomarme vuelvo a ver la calle vacía, vuelvo a encontrar el móvil con sesenta mensajes no leídos, y al salir al balcón me encuentro al de enfrente en pijama gritando más fuerte que nunca, lanzando mensajes apocalípticos, pidiendo perdón a Dios… En un tono desesperado y desgarrador. Lo veo más exaltado que nunca, y me da la impresión que se va a tirar por el balcón de un momento a otro. Pasa por la calle un viejo gritando «sinvergüenzas», la verdad es que no sé ciertamente a quiénes se refiere. Y oigo a otro decir que esto con Franco no pasaba. En otra ventana veo a otro gritar «¡esto es una mierda!». En un paso de peatones no doy crédito a lo que veo, cruza uno con un disfraz de dinosaurio y un coche patrulla se detiene y le grita que si es que se cree muy gracioso. Desde el altavoz de la torre del campanario de la iglesia suena la Salve. Más abajo oigo a un musulmán gritando “Alá” y hablando en árabe. Y sale mi vecina del balcón de al lado, me saluda y me vuelve a decir, « esto es de locos».

Misión imposible

Enrique Pérez Balsa

Autor de El edén de las manitas de cerdo

 

Esta vez lo conseguiré, al ser el miembro más débil me has subestimado y no imaginan que les he estado estudiando las dos últimas semanas.

Son las cuatro de la mañana. Debo ser cauteloso, no encender ninguna luz y evitar las trampas que han puesto; la primera barrera la paso sin mucho esfuerzo, abro la puerta de mi habitación sigilosamente y acallo unas campanillas colgadas; la segunda es más complicada, hay cubos llenos de agua esparcidos por el pasillo y reptando como un marine los voy evitando hasta llegar al cuarto de baño donde esconden los materiales de protección. Hay un candado en las puertas del mueble de la pila, está entre dos débiles escarpias y muy lentamente lo voy forzando hasta que saltan las alcayatas, el sudor hace que se me caiga el cuchillo que había sustraído hace tres días. Me quedo parado, no hay movimiento; el ruido que a mí me parecía un estruendo, no debe haber sido tanto. Me repongo y sigo reptando hasta mi meta… la puerta hacia mi libertad. ¡Mierda! La alarma está conectada y para quitarla he de pasar un imán que emite unos pitidos que seguro me delatan. Ya no hay vuelta atrás, si no lo hago ahora, no lo conseguiré nunca. La desconecto y el chivato alarma a todos; se encienden luces, carreras en el pasillo me confirman que vienen a por mí. Estoy preparado.

Cuando llegan es tarde para ellos, la puerta ya está abierta y yo me he puesto la mascarilla y los guantes. Muestro la bolsa de desperdicios y les chillo orgulloso:

—¡Hoy la basura la bajo yo!

 

El último encargo

Toñi Riquelme

Autora en Sexo Robótico

 Le habían prometido que era su último trabajo, la última investigación que llevaría a cabo y que, después, sería libre, alcanzaría la deseada jubilación, con una nueva identidad, ya que la suya de nacimiento, François Legendre, había muerto el mismo día en que entró a trabajar en El Laboratorio.

Más de cuarenta años en investigación biológica, bacteriana, aislando virus, purificándolos, y buscando anticuerpos para combatirlos. Era de lo que más orgulloso se sentía, de que él, el doctor Legendre, oficialmente fallecido en 1980, había descubierto la cura para el Virus de Inmunodeficiencia Humana, VIH. Pero ese fue un logro que jamás se publicó, y que jamás pudo desarrollar ninguna farmacéutica, pues su descubrimiento seguía encerrado en la caja fuerte de El Laboratorio.

¿Dónde estaba situado? No lo sabía, jamás volvió a salir de las instalaciones subterráneas, perdidas en algún lugar de China y que su cansada mente no conseguía recordar. Recuerdo también dificultado porque desde el aeropuerto, aquel lejano día de hacía más de cuatro décadas, hasta las instalaciones, le trasladaron en un vehículo con cristales opacos, no pudo ver nada, y recordaba que se durmió, un extraño sueño, y cuando despertó, ya estaba dentro del búnker subterráneo donde, junto a otros científicos, había vivido desde entonces.

Ahora el director de la instalación esperaba los resultados de sus últimas pruebas con un nuevo virus, el SARS-CoV-2, para poner su firma en el documento que le daría la muy ganada libertad en los últimos años de su vida, además de una bien merecida jubilación.

Cuando miró la probeta en la pantalla del microscopio de última generación, sonrió, aunque ya su sonrisa era la de un anciano de ojos cansados, su piel era tan blanca que casi amarillaba, pero no necesitó mucho más para saber que allí estaba, por fin, el resultado positivo de sus investigaciones. Una vez más, él, el fallecido doctor Legendre, había triunfado sobre los más horribles virus para la salud de cualquier humano.

No necesitó decir nada, ni llamar, se sabía vigilado hasta en más íntimo movimiento y pronto la puerta del laboratorio se abrió y tres personas entraron, al hombre con bata blanca y sofisticado traje de protección personal le acompañaban dos militares que no ocultaban sus armas.

-¡Enhorabuena, doctor Legendre! Una vez más lo ha conseguido, hoy es un día importante para el futuro de la Humanidad.

Él se giró y una torcida sonrisa le cortó el cansado rostro.

―Me gustaría creerle, doctor Wu Hi. Pero ya no importa, he cumplido mi parte.

―Y El Laboratorio cumplirá su parte. Los directores franceses, canadienses y chinos ya han firmado los documentos, y en su habitación los tiene con mi firma y el salvocoducto, su nueva identidad, documentos acreditativos, número de cuenta a su nuevo nombre y su lugar de residencia. Todos los gastos cubiertos, como se merece un investigador que ha hecho tanto por la Humanidad.

El doctor Legendre caminó con paso cansino hasta la salida del laboratorio, allí le aguardaban otros dos soldados, que le acompañaron hasta el ascensor.

El doctor Wu Hi aguardó en silencio hasta que las puertas del elevador se cerraron y vio en el panel como el habitáculo ascendía.

―Capitán Marçais, siga las instrucciones. Que todo desaparezca, no quiero pruebas de la existencia del doctor Legendre, ni rastro de documentos ni del cuerpo.

Se giró para detenerse durante un tiempo en la pantalla que le mostraba los resultados del trabajo del ya sentenciado investigador.

―Capitán Xao, la ciudad elegida es Wuhan, cuento con su patrulla para iniciar el estudio de campo del SARS-CoV-2.

Él, personalmente, se encargaría de guardar aquella vacuna donde nadie pudiese encontrarla, hasta comprobar los resultados de campo.

Ciervos a la luz de la luna

Eugenia Kleber

Autora de Indemnes / Lucy N

Estaba alisándome el pelo cuando Pat me dejó el mensaje.

Eran poco más de las once de la noche, los perros dormían y Fernando miraba los tres últimos capítulos de la segunda temporada de Fargo. Esa noche le había tocado a él pasear a Luna y Lukas. Mientras se desinfectaba a su ritmo los zapatos, la ropa y las manos dijo: He visto dos jabalíes paseando a la altura del hotel Calípolis. Jabalíes en Sitges a dos metros de la playa, la madre y su cría. A lo mejor se revuelcan en la arena o se están dando un chapuzón ahora mismo.

—¿Y los perros cómo han reaccionado? –pregunté.

—De ninguna manera. Se han acojonado, como yo. Nos han faltado piernas.

—Ellos no habían visto un jabalí en su vida.

—Pero no son tontos, Eva. Instinto, puro instinto. No son de su especie y huelen.

—¿Quién huele?

—Los bichos esos. Digo yo que olerán como los gorrinos, son primos hermanos.

—¿Por qué los llamas gorrinos, no puedes decir cerdos?

—Mi abuela los llamaba gorrinos. Por respeto a su memoria.

Cogí otra cerveza y me recluí en el baño.

—«Eva, ¿ya estás durmiendo? —empezaba diciendo el mensaje de Pat—. Sube, es urgente. No le digas nada a Fernando. Manolo se ha ido».

—«¿Manolo te ha dejado?», tecleé con un dedo sentada en el borde de la bañera.

—«Creo que sí. No tardes, por favor».

Me puse el anorak rojo con capucha, los guantes de látex de los chinos, protegí con bolsas del Carrefour mis zapatillas de felpa y me coloqué con cuidado la mascarilla de dieciocho euros. Me llevó un rato todo el protocolo. Antes de abrir la puerta revisé en el espejo que mi indumentaria cumplía con la normativa. Al principio me asustaba mi imagen, ahora me hace reír. Al menos me río de algo, mi marido es un muermo y con mi madre, feliz en su confinamiento solitario en el campo, hablo por teléfono a gritos debido a su sordera, lo que me sume en un estado de colapso emocional.

Fernando estaba concentrado ante el televisor abrazado a su cojín favorito y no me oyó salir. Subí en el ascensor hasta la quinta y última planta. Por las noches el edificio se quedaba en absoluto silencio, algo sobrecogedor. ¿Dónde se metían mis vecinos, se iban temprano a la cama o es que ya estaban muertos? El apartamento de Pat me hace pensar en un loft neoyorkino que tuviera vistas al mar y al cementerio. En verano a las dos nos encanta dormir en su terraza en un colchón hinchable.

Pat vestía un pijama de elefantitos y calcetines negros. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y despeinado que la favorecía. Pat tiene cara angulosa y los labios finos. Por encima de la mascarilla salpicada de sangre sobresalía su mirada rasgada y verde.

—¿Es un nuevo síntoma sangrar por la nariz? –pregunté.

Ella tiró de mi manga y cerró rápido la puerta. Me fijé en que no llevaba guantes. La seguí hasta el salón. Las persianas exteriores estaban cerradas, los estores bajados. La luz era tenue, anaranjada, como de foto antigua.

Manolo estaba tumbado sobre la alfombra, una servilleta a cuadros azules le cubría la cara. Se adivinaba la boca entreabierta pegada a la tela. Tenía las piernas abiertas, la cremallera del pantalón bajada, los brazos extendidos en cruz. Trozos de vidrio de diverso tamaño flotaban y se hundían en el charco de sangre que rodeaba su cabeza al igual que una corona. Contemplé el panorama en silencio.

—El hijo de puta no paraba de toser en mi cara, ¿qué quieres que hiciera? En plena cuarentena —escuché decir a Pat, a metro y medio de distancia—. Yo estaba relajada en el sofá leyendo Sexo Robótico, un libro de relatos que te recomiendo, cuando viene Fernando y se me tira encima sin protección alguna, tosiendo y babeando. ¿Es que te aburres?, le pregunté. ¿No podrías pintar acuarelas, escuchar música o leer El doctor Zhivago? A mí cada día me falta tiempo, aprovecho para aprender, pedazo de cabrón, y tú deberías hacer lo mismo. Pero él nada, a lo suyo, riéndose y salpicándome la cara con su saliva. Para colmo empezó a lamerme el cuello y ahí estallé y dije basta.

—Habrá sido una escena muy desagradable.

—Claro que lo ha sido, no son maneras. Ni abrazos ni besos ni caricias, guardar las distancias y dormir separados, son las reglas. No es difícil de comprender si tienes dos dedos de frente.

—¿Y está… quiero decir si… está del todo…?

—Del todo. Completamente.

—En fin…

—Pues sí.

—¿Has pensado qué vas a hacer?

—Lo mejor será tirarlo desde la terraza. Se suicidó por miedo a morir lentamente a causa del bicho. Manolo es así, le asusta lo pequeño, los insectos, lo invisible. Pero en el fondo es un tipo fuerte, no se derrumba fácilmente.

—No. Fácilmente seguro que no.

—Va, Eva, yo sola no puedo hacerlo, son noventa kilos. Bueno, tal vez alguno más porque no ha parado de picar entre horas.

—Ayer tuve lumbalgia, no me conviene cargar peso.

—Ayer fue ayer. Ya pasó, tenemos que mirar hacia delante.

—Pero aún me duele un poco.

—Yo lo cojo de la parte más pesada y tú lo arrastras. Doblas las rodillas como si te inclinaras a coger una flor o una garrafa de agua. ¿No vas a echarme una mano en esta situación, cariño? Eres mi mejor amiga.

—¿Y la parte más pesada cuál es? —dije. Y las dos nos echamos a reír.

Entonces noté una fría corriente de aire con olor a crema y caramelo quemado. Soy muy sensible a los olores, si me contagiara estoy segura de que lo sabría al momento.

—Pat, ¿qué pasa con las huellas, la sangre en la alfombra, los vidrios, tu mascarilla más roja que blanca? En cuanto lo lancemos a la calle se presentará la policía. ¿Dónde y cuándo vamos a deshacernos de las pruebas?

—Nos tomamos tranquilamente una copa y lo pensamos. Necesito un wisky.

—Llevo encima varias cervezas. Cuatro o cinco, no sé.

—Le pones pegas a todo. Por cierto, ¿qué te has hecho en el pelo?

—Me lo estaba alisando cuando me has llamado.

—No te he llamado.

—Me has dejado un mensaje, es lo mismo.

—La mitad de la cabeza rizada y la otra mitad como una japonesa, menuda pinta.

—A Fernando le quedará un capítulo de Fargo para volver a la realidad. Está loco por que empiece la tercera temporada.

—Esa serie es genial, ellos sí sabrían resolver esta situación —dijo yendo hacia el mueble bar mientras se desprendía de la mascarilla.

—¿Sabes que hay jabalíes en el Calípolis?

—¿Han cogido habitación ahora que el hotel está vacío de huéspedes humanos?

—¿Te imaginas? En cada balcón una especie diferente: jabalíes, osos, ardillas…

—… Pavos reales, delfines, ciervos contemplando la luna… —sugirió Pat.

—Qué bonito, un arca de Noé en Sitges.

—Ojalá se prolongue el encierro —dijo ensimismada.

—Confinamiento. Encierro es otra cosa, tiene una connotación más carcelaria.

—Creo que me está haciendo bien, estoy descubriendo facetas que desconocía.

—Estamos viviendo una etapa de ciencia ficción, quién lo hubiera dicho, ¿verdad?

—Es que ni en sueños.

—Ni en sueños, exacto. Dame esa copa y sentémonos en la terraza a tomar el aire. Qué suerte tener tanto cielo a tu alcance.

Hola, me llamo Gilipollas

Juan Gil Palao

Autor de Por un paquete de Celtas

Hola, me llamo Gilipollas. Así me debo de llamar, porque por este nombre me llama todo el mundo. He debido de ser muy informal, pues nadie me toma en serio.

Sólo recuerdo que me caí y me golpeé en la cabeza, y deduje que nadie me vio ni oyó el golpe.  Al abrir los ojos, una mujer me dijo «¿qué haces ahí en el suelo, gilipollas», « ¿tú quién eres?», le contesté. Me dijo que si es que me creía muy gracioso, que no tengo gracia ninguna, y que está harta de mí. Después ante mi insistencia me repitió varias veces esa palabra que debe de ser mi nombre,  «Gilipollas», y me dijo que era mi mujer, que llevaba más de veinte años casada conmigo y que estaba harta de mí. Me encontré con una jovencita muy guapa y un chaval de unos catorce años, que me dijeron papá,  lo cual me decía que debían de ser mis hijos, y también me llamaron « Gilipollas». Las tres caras, desde luego, me resultaban conocidas y familiares.

Les dije que me había dado un golpe en la cabeza y que no me acordaba de nada, y aquella mujer, que decía que era mi esposa, me dijo que el golpe me lo había dado al nacer y que siempre había sido un retrasado. Le insistía, pero seguían creyendo que estaba de cachondeo o me estaba quedando con ellos. Les dije que me iba a urgencias, que me había dado un golpe, y me dijeron que  no se podía salir ni ir,  que lo habían dicho, que nadie fuera porque el servicio de urgencias estaba colapsado y que había  que llamar por teléfono, al  112. Así que llamé, y me preguntaron si tenía síntomas de corona, lo cual me sonó raro y en principio me pareció cachondeo, y al tocarme la cabeza  y notarme el chichón, sin pensar, les dije que no me notaba ninguna corona y que más bien tenía síntoma de cuernos, que ese bulto era un cuerno que me debía de estar saliendo, la chica que había al otro lado de la línea me dijo GILIPOLLAS, y me colgó muy enfadada.

Sí que me acordaba del bar de Pepe, de eso sí,  y me disponía a ir,  a ver si allí tomándome algo y viendo gente me venía la memoria. Cuando me vieron abrir la puerta me dijeron casi a la vez, «pero dónde vas, gilipollas, con la que está cayendo»,  miré y vi que estaba nublado, pero no llovía. «Eso, vete, y a ver si no vuelves, o a ver si te meten en la cárcel».

El bar de Pepe estaba cerrado, y con un letrero que decía algo de un virus. Lo sabía, le había dicho muchas veces que era un marrano y que en cuanto se percataran los de Sanidad le cerraban el bar.

«Pero, ¿dónde vas? Gilipollas. Con la que está cayendo», oí que me gritaban desde un balcón. Y dale.  Miré al cielo, estaba nublado y se estaba empezando a asomar el Sol. ¿Qué hacía la gente en los balcones? Y nadie en la acera.

De pronto vi gente con mascarillas, y con bolsas y carros repletos de papel higiénico. Lo que me decía de debía de estar en oferta,  y me dirigí al supermercado. A lo mejor hasta lo estaban regalando, pues veía a mucha gente que llevaba cantidades.

En el semáforo le di al botón para que se pusiera en verde el peatón, pero no había ni un coche,  ni se venía venir ningún vehículo ni de lejos, debía de ser el día internacional de ir sin coche o algo así. Y se veía muy poca gente. Qué soso que estaba todo.

Al llegar a la esquina me encontré con un montón de policías, todos con mascarilla,  y me preguntaron que adónde iba. Les dije que había salido para ir al bar de Pepe y que parece ser que se lo habían cerrado por marrano,  pues de la suciedad que había debía de haber entrado algún virus o algo así,  y que ya que estaba el papel higiénico de oferta iba al super comprar unos cuantos rollos para que mi mujer no me tratara más de inútil. Les pregunté que si es que estaban regalando papel higiénico porque había mucha gente que llevaba. «Muy gracioso», me dijo aquel hombre muy serio. «Es imprudente, que vaya usted sin mascarilla», dijo otro agente. «Vaya, ya sé que soy feo, pero  no hasta el punto de estar  tapándome la cara con una careta». Los agentes se miraron y me pidieron la documentación. Les dije que no la llevaba.  «A ver,  nombre, dígame su nombre», a lo que contesté «Gilipollas», al oír esto me redujo y me dio una hostia. Miré a los balcones creyendo que me defenderían ante aquella agresión y aquel abuso de autoridad, que tendría testigos, pero gritaban, aplaudían y les decían a los policías «darle, darle más a ese gilipollas».  Me volvió a pedir la documentación, y le volví a decir que no la llevaba, y con el blog y el bolígrafo en la mano me insistió en que le dijera nombre y apellidos, a lo que repliqué que me había dado un golpe y no me acordaba de nada, y que me debía de llamar Gilipollas porque era así como me estaba llamando todo el mundo.  El policía me dijo «anda, váyase a su casa, si no quiere que lo detenga, pero váyase ya». «Está bien, está bien, mi casa sí que me acuerdo donde está». Ni a por papel de váter me dejaban ir.

La poca gente que veía llevaba mascarilla y guantes, y quien no llevaba cesta llevaba un perro. Qué raro que es todo esto,  pensé.  Está bien, iré al chino a ver si tienen caretas de esas y guantes, que allí tienen de todo, y eso se debe de haber puesto ahora de moda. Pero, ¡coño!, el chino también cerrado. Qué raro es todo esto.  Vi que estaba casi todo cerrado,  y que la poca gente que veía se comportaba de forma rara y me miraba mal.

Fui a varios bares más de la zona, y todos estaban cerrados, en uno había un cartel que decía, « si estás leyendo esto es que eres gilipollas, vete ya a tu casa».

Y en mi casa estoy, con  mi mujer y mis hijos llamándome gilipollas, sin ayudarme y creyendo que estoy de broma. No encuentro el DNI ni ningún papel que ponga mi nombre. Me duele la cabeza. Y me voy a acostar después de escribir esto y subirlo a la red. Por favor, si alguien sabe quién soy que me lo diga, pues sigo creyendo que me llamo «GILIPOLLAS».

Ay, ahora me han cambiado el nombre, me están llamando «imbécil».  Se mezclan en mi mente rostros e imágenes. Sí, ahora me acuerdo de mi mujer y mis hijos, de mis padres y mis hermanos,  de mis sobrinos, de algunos amigos, pero… Que alguien me diga quién soy, qué está pasando, por qué está todo cerrado, por qué la gente lleva mascarilla y guantes y se comportan tan raro. Por qué se pone la gente tan nerviosa.  Por qué está la Policía así. Qué ha pasado. De verdad. No me acuerdo.

Lucas está harto

Salvador Robles Miras

Autor de Sangre mala

   ‘Lucas’ se ha plantado en el pasillo y se niega a salir a la calle. En su peculiar lenguaje dice que a él también le asiste el derecho a descansar, al menos tres horas al día. Menudo tute lleva el perro en las últimas jornadas: por la mañana, toda la mañana, lo saca él; por la tarde, toda la tarde, es el turno de ella; y por la noche, hasta bien entrada la madrugada, le sujeta la correa el joven de la casa.

-¡Estoy del coronavirus hasta el rabo! –ladra ‘Lucas’.

 

Sin despedida

Inés Fonesca Legrand

Autora junto a José Hierro de Vida

Sin despedida He dado de baja su móvil. No me lo quedo. He echado un último vistazo a sus fotos, sus wasaps, el registro de sus últimas llamadas. He borrado todo lo que he podido, pero, como el Covid 19, quedarán fragmentos de mi madre en alguna ranura del aparato. Fui a tirarlo a un contenedor especial. Al dejarlo caer, escuché su contacto con los demás móviles. Un sonido metálico, negro y frío. Todos los muertos poseían uno, y la despedida dolorosa y aterradora la hicieron a través de ellos, y en ellos ha quedado registrada. Ahora, los móviles son lo más parecido al alma de nuestros difuntos. Ahora, miles de móviles, unos sobre otros, apilados, viajarán hasta las naves de Sudáfrica, de China o la India, para ser desmenuzados. Ahí, pequeñas manos inocentes descuartizarán sus almas, pequeñas piezas, instantes de vida y muerte: las fotos del cumpleaños, la última Navidad, las sonrisas de los nietos, la mirada de su mascota, el último viaje… Dicen, que cuando cierran las naves al atardecer y la oscuridad las invade, las piezas metálicas desprenden luces diminutas que flotan en el aire y provocan un resplandor que puede verse desde la negrura del entorno. El fulgor desaparece cuando regresa la luz del amanecer. Todos nuestros muertos quieren seguir viviendo sus interrumpidas vidas: las que quedaron atrapadas en la memoria interna de sus teléfonos móviles.

 

A solas

Pilar Zapata

Autora de  La cáscara amarga

 Cuando me miro en el espejo de la cómoda, me da miedo de mí misma… ¿Será que la muerte de mamá me ha convertido de repente en esta mujer mayor, tan infeliz, tan torpe…? Aunque la pobre, ya desde que nací, sabía que no había heredado ni pizca de su encanto, que era un pegote impertinente entre sus abanicos y sus sedas, y las rosas que Esteban le llevaba cada día. “Menos mal que tú nunca tendrás un novio que te regale flores, nena, porque si viera con qué poca gracia las coges…” Ni siquiera las hermanas del pobre papá eran tan sosas… “Nena, ¿hoy tampoco te llaman las amigas? A mí, a tu edad, no me dejaban parar quieta”. Yo no había encontrado ninguna compañera de su agrado y, poco a poco, me fui quedando aislada. “No me hace falta nadie, mamá”, le aseguraba. “Estoy bien contigo y así, las tardes que no venga Esteban, te hago compañía”.

Ahora, sin ella, no sé cómo voy a espantar la soledad… Sobre todo, después de estas semanas en las que no nos hemos separado ni un minuto, desde que se torció la pierna y yo me encargaba de llevarle la comida a la cama, de ponerla a orinar, o de arreglarla para cuando viniera Esteban… Y de aguantar su malhumor, porque con alguien tenía que pagarlo la pobre… “Nena, tú no me engañas. Yo para ti soy una carga y estás deseando librarte de mí. ¡De mí, que te he dedicado los mejores años de mi vida…!”

Hasta que una tarde, al abrirle la puerta a Esteban, me eché a llorar, no sé por qué, y él me abrazó, y al momento oí a mamá, que venía arrastrando la pierna torcida.… “¡Mala pécora! ¡Te voy a arrancar los ojos!”. Esteban consiguió apartarla de mí y la llevó en brazos al dormitorio, y discutió con ella y se marchó…

Se marchó y no volvió, y cada tarde, a la hora en que él solía llegar, mamá se ponía a tirar cosas contra las paredes, o volcaba en la cama la bandeja de la cena y el orinal donde hacía sus necesidades. ”¡Ya no le vas a ver nunca! Y no te hagas ilusiones, que a los hombres, con tal de desahogarse, les da lo mismo acostarse con el palo de una escoba, como tú”. Yo prefería eso a su silencio, porque mientras lo recogía todo, se me aliviaba un poco el peso de haberla traicionado…

Después prohibieron salir a la calle por la epidemia y Esteban ya no podía volver, aunque quisiera.

Tampoco ha llamado por teléfono… Hasta hoy, como si hubiera adivinado que ocurría algo malo. Se lo he tenido que contar y ha puesto el grito en el cielo. “¿Por qué no me has avisado?” “Por si se despertaba…” “Entonces, ¿puede que siga viva aún? ¿Cuánto tiempo lleva así?” “Desde ayer”. Ha soltado un bufido y ha colgado.

Al poco ha llegado un médico, que parecía un marciano detrás de su escafandra. “¿Cómo es que va usted sin mascarilla?” me ha gritado. “¿No sabe que se puede contagiar? ¿No se da cuenta de que puede morirse de lo mismo que se ha muerto su madre?” Le he mirado pasmada, aunque en seguida he reaccionado y he corrido a envolverme la cara en un pañuelo. Así he recibido también a los de la funeraria. No me han dejado despedir a mamá. Se la han llevado envuelta en plásticos y de ella sólo ha quedado el olor a podrido de las últimas rosas de Esteban…

Entonces he abierto el cajón de la cómoda y, como suponía, he encontrado una caja de calmantes vacía… Sospecho que hay una relación directa entre esa caja y la muerte de mi madre, y que seguramente estoy complicada en el asunto… O quiza se los tomó ella misma, mitad por la pena de que Esteban la hubiera dejado, mitad por vengarse de mí y cargarme con la culpa, sin intuir que el médico no se iba a detener en su cadáver porque tenía que salir disparado en busca de otro enfermo o de otro muerto… No sé cómo ha ocurrido, en realidad… Tienen razón los que dicen que este encierro nos está haciendo perder a todos la cabeza…

666

Ángela Martín del Burgo

Autora de El  recitador de poemas

 

Uno de los últimos viernes de febrero, con mis prisas habituales, tomé la carpeta, me despedí de mi mujercita y me dispuse a salir a la calle.

-¿Dónde vas como alma que lleva el diablo? Seguro que a tomar café y escribir como un loco.

No contesté. Eran pasadas la una y media, y cerraban a las dos. Tomé el bus en Manuel Becerra. Si llegaba a tiempo era por los pelos. En el autobús una mujer sentada delante de mí tosía como si le fuese a ir el alma en cada acceso. Y a mi izquierda la remendaba otra con menos brío. Decidí no seguir escuchando tamaña orquesta de toses y me bajé en la Puerta de Alcalá. Caminé a toda velocidad hasta la calle Santa Catalina. Cuando atravesé el gran portal del Registro eran las 13,58.

-¿Llego a tiempo? -pregunté a la de Seguridad.

-Sí, falta minuto y medio para el cierre. Coja un número y espere aquí. Pero le diré que vamos con retraso; la maquinita del pago automático se ha estropeado.

Me senté y decidí esperar. Un hombre, mi semejante -recordé aquello de hipócrita lector, mi semejante, mi hermano-, estaba en el interior. Tardó en salir. Cuando vi mi número, pasé al interior. Me senté junto a una mesa. Otro hombre me atendía. Le entregué mi obra encuadernada y mi DNI. Volví a esperar. Me dijo lo que ya sabía.

-Si no hace pago automático, el procedimiento es más laborioso. A ver, a ver…

Yo esperaba. Al poco soltó:

-Ha tenido suerte. Ya funciona.

Respiré. Había llegado a tiempo, minuto y medio antes del cierre, y dejaba la obra registrada.

-Repase los folios y firme aquí.

-¿Pero qué ha puesto?

-Su número de solicitud.

-¿Mi número de solicitud, el 666?

-El que le ha tocado.

-¿No sabe que ese número tiene un valor simbólico?

No me contestó. No debía saber gran cosa.

-Al fin y al cabo ha tenido suerte.

-Habré tenido suerte con la maquinita, pero con el número…, desde luego que no.

Salí pensando que debí haber rechazado ese número e irme, dejándolo para otro día. No tomé café, no hice de ninguna mesa advenediza mi tabla de salvación y me dirigí a casa caminando para no tener que sortear el concierto de toses.

Cuando llegué a casa, Laura me abrió la puerta; tras darle un beso, se lo expliqué.

-Anda que tú, ¡qué mala suerte tienes! -Y, cuando deambulaba por el largo pasillo apesadumbrado: -La suerte hay que buscarla -in crescendo.

Había decidido no coger más autobuses. Daba un beso a Laura, salía de casa y con mi compañera habitual, la carpeta, entraba en el bar más próximo. Escogía una mesa estratégica: la última del fondo. Ya llevaba en uno de los bolsillos de la chaqueta un frasquito de gel hidroalcohólico. Con unas gotitas desinfectaba la mesa y mis manos. Y escribía veinte minutos como un loco. Era la cuerda del arco que había estado tensada.

Pasaron los días y las semanas. Llegó el viernes 14 de marzo y a las doce de la noche se decretó el Estado de Alarma. ¿Es que nadie había montado en un bus en el mes y medio anterior?

No volví a salir de casa. Un día Laura vino hasta mi sillón, donde me pasaba las tardes leyendo, para enseñarme su móvil.

-Mira el WhasApp que me han enviado. Se cuentan las letras de la palabra CORONA: 6. Después se suman los números de las posiciones en el orden alfabético de cada letra: da 66. Ahí tenemos el 666, el número de la Bestia.

-¡Increíble! -exclamé impresionado.

-¡Los números no fallan!

Por todas partes veía el 666. Me dirigí a la estantería y tomé el ejemplar de la Biblia. Mi mano temblaba, pero después temblé por entero. Al tenerlo entre mis dos manos, el ejemplar se abrió por el Apocalipsis, 13.

“e hizo que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y siervos, se les imprimiese una marca en la mano derecha y en la frente… y que nadie pudiese comprar o vender sino el que tuviera la marca, el nombre de la bestia o el número de su nombre”.

Son muchas coincidencias. ¿No creen? Escucho hablar de murciélagos, de pangolines, de laboratorios, de chinos, pero cuando alguien dice que esta pandemia es algo apocalíptico, no puedo por menos de darle la razón.

 

Un cuento chino

Irelfaustina Bermejo

 

“Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón”, Charles Dickens.

Empecé a leer el libro Historia de las dos ciudades. Daniel me llamaba insistentemente al teléfono. Unos días antes habíamos decidido cortar nuestra relación. Finalmente decidí responder.

-Estamos en guerra. Tenemos que huir de la ciudad.  Coge lo que necesites y en quince minutos te recojo en la esquina.

Pensé que era un cuento chino con el que acercarse nuevamente a mí.

-Hazme caso por una vez. No te detengas para hablar con nadie. A ser posible, no te hagas la vista. No camines bajo las farolas.

No entendía nada en absoluto. Llevaba una temporada desconectada de las noticias y de lo que ocurría en el mundo. Bastante tenía yo con mi dolor como para cargar con todas las catástrofes que ocurrían en el mundo.

Cogí mi bolso y el abrigo. Encontré a la vecina del 5º derecha, esa que tiene Alzheimer. Como en otras ocasiones, se había escapado y andaba desorientada por las escaleras. La acompañé hasta su casa. Su rellano estaba envuelto en una densa niebla de humo y se olía a comida quemada. Llamé al timbre y nadie respondió, así que avisé a la vecina del 5º izquierda que disponía de la llave. No era la primera vez que un hecho así ocurría y teníamos que llamar a los bomberos para abrir la puerta, así que se hizo con una copia de llave, como se aprobó por mayoría en la junta vecinal. Al penetrar la densa niebla, tropezamos con el marido tirado en el suelo, inconsciente por un bajón de azúcar. Yo me asusté, creíamos que estaba muerto. Apagué rápidamente el fuego del hornillo; la olla se había quemado por completo.

Daniel me llamaba insistentemente, pero ¿cómo dejar a la vecina del 5º izquierda, sola, ante aquella situación, mientras llegaban los del SAMU? Daniel subió a buscarme y no tuve más remedio que irme.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué era eso tan importante que nos obligaba a salir corriendo, huyendo como dos prófugos? ¿A dónde me llevaba?

-¡Estamos en guerra! ¿Es que no lo entiendes?

-¿Y el enemigo? ¿Quién es el enemigo?

-Un virus.

Empecé a reírme. Daniel había perdido totalmente la razón. La ruptura no le había sentado bien.

-Sí, tú ríete. En China están muriendo como chinches. Nos están ocultando información. Ríete, pero ese virus va a acabar con la mayor parte de la población.

¡Vaya un cuento chino que me contaba! Ahora sí que podía asegurar que Daniel había perdido la cabeza.

-No me crees, ¿verdad?

Me mostró el móvil, el mío todavía es de los antiguos y no dispongo de conexión a Internet.

-Esto es una película de ciencia ficción. No conocía este aspecto tuyo, Dani, ese sentido del humor macabro. ¡Anda, no me tomes el pelo!

Los pocos chinos que se veían en esa película iban imbuidos en escafandras y desinfectaban las calles de las grandes ciudades que parecían vacías. Me acordé de La Guerra de los Mundos de Orson Welles y seguí riéndome.

¡Un virus contra toda la humanidad! Hay que ser idiota para inventarse tal tontería. Con todos los avances técnicos, científicos, tecnológicos… que tenemos, un bichito invisible nos va a destruir. ¡Ja!

-Pero bueno, Dani, ¿qué quieres? Quedó bien claro que tú y yo hemos terminado. ¿A dónde me llevas? ¿Se puede saber a dónde?

-A salvarte.

-¡Jo, estás loco! De pronto quieres ser mi salvador. Llevas todos estos años destruyéndome, no dejándome ser yo, y ahora me hablas de un puto bicho del que quieres salvarme. ¡Detén el coche! ¡He dicho que detengas el coche!

Con aquella discusión, Dani perdió el control. Yo quedé en coma, Dani murió en el instante. Al abrir los ojos un mes más tarde el mundo en el que desperté había cambiado. Los médicos que me atendían iban protegidos con escafandras. Los enfermos que permanecían en UCI estaban conectados a respiradores. Yo, separada por una pared de plástico transparente, podía ver y empezar a darme cuenta de la gravedad de lo que Dani había pretendido decirme.

Volví a recordar a Dickens: “Era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada”.

 

Convivencia

José Antonio Martín Viñas

   Yo la veía salir todos los días y aprovechaba su ausencia para recorrer la casa, pero antes movía ligeramente los visillos para observarla, mientras se iba, elegante, caminando por la acera. Inmediatamente comenzaba mi excursión diaria. Primero me gustaba sentarme en su sillón predilecto y contemplar el salón como el águila contempla el valle desde su cima privilegiada. Aspiraba su olor entre lavanda y aloe vera y de la cocina me llegaba aún un hilo apenas perceptible del café con aroma de aurora. Al rato, me movía por todo el salón y comprobaba que todo estuviera en su sitio: las fotos de la familia, a la que no veía desde hacía varios meses, y sus libros preferidos colocados en una estantería verde. De ella sobresalía uno, el libro que quería liberarse, salirse de su colocación: Primavera con una esquina rota, de Mario Benedetti.

Como siempre sucedía, seguía desplazándome por el pasillo, que era como un paseo fluvial, pues cada pocos centímetros y a ambos lados de aquel se abría una ventana que daba al Sena, al Rin, al Danubio, al Támesis, al Tíber y al Ulla, el de su niñez, y cuyo curso parecía indicarme el camino hacia su habitación, llena de sorpresas que se intuían en un cuadro que presidía la cabecera de la cama: un pequeño paquidermo naranja con sus patitas juntas trataba de sostenerse sobre una margarita lozana. El peso de la vida se puede soportar si la salud se aferra a ella, aunque a veces se la juegue al sí y al no.

Me estaba deleitando con cada parte de la vivienda, cuando de repente mi elegante señora entró en casa desesperada. Me escondí apresuradamente. No quería molestarla, pues en sus gestos no había buen humor. Encendió la televisión y la desesperación se agravó. Se decía que una nueva enfermedad obligaba a todo el mundo a quedarse en casa.

Durante los primeros días, ella en su sillón y yo en mi rincón, lo soportábamos lo mejor que podíamos, pero si queríamos salvarnos los dos, tendríamos que convivir de la mejor manera. Así que, salí de mi nido parietal y me presenté. Ella me sonrió, se acercó a su estantería preferida, extrajo el libro que quería liberarse y me leyó:

   No es buena una vida sin fantasmas, una vida cuyas presencias sean todas de carne y hueso.

Y desde entonces nos gusta quedarnos en casa leyendo a Mario Benedetti.

El patio de papá

David Taranco

Autor de Ecce Mulier

La conciencia deja atrás un sueño tremebundo y despierta. Transcurren unos segundos de dolor intenso. La oscuridad reina mansamente al otro lado de los párpados. Los ojos, inquietos, imploran una tregua, por efímera que sea. Adentro, en las entrañas más profundas del cuerpo, la dolencia ha empezado a carcomerlo todo: osamenta, carne y canalillos hemáticos. Manuel abre los ojos por inercia. El techo, silente, lo mira sin el apremio voluntario de los seres animados. Está solo. Su mujer, Josefina, ya no es más que un puñado abstracto de cenizas.

Hace dos semanas, una tos seca se presentó de manera fortuita cuando la pareja tomaba café en el patio. La taza que sostenían dos manos nacaradas cayó libre y se hizo añicos. Aquel fue el preludio de un desenlace inhumano que arrancó de los brazos de Manuel a la persona con la que había compartido todos y cada uno de sus días desde la tierna adolescencia. Hoy tiene 63 años y sigue trabajando en el taller de carpintería que ocupa un rincón del patio de su vivienda.

Manuel abandona la cama y se asoma a la ventana. Afuera, una pareja de gorriones aguarda su saludo matutino y las migas con que los obsequia cada mañana. Descalzo, el frío de las baldosas asciende y asciende hasta dejarlo petrificado en una postura ridícula. Manuel, la vista nublada, ve en la bruma refulgente del espacio abierto la inmaculada claridad del agua. Está llorando.

—¡Papá! ¡Papá!

—Deja a tu padre en paz, que está trabajando.

—Solo unos tiros…. yo de portero.

—No, ahora no; además, es la hora de la siesta.

Manuel aparta los recuerdos con un rápido aleteo de manos —como si estuviera espantando unas moscas que lo incordian—, se calza unas pantuflas y sale del dormitorio arrastrando los pies sin quererlo. Llega hasta la puerta del patio, que hoy le parece más pesada. La abre con gran esfuerzo, avanza un pie y se detiene. Pasa el tiempo. Uno, dos… tal vez tres minutos. El sol que alumbra piedra y flores ha empezado a calentarle la pierna. Es una sensación extraña. El corazón, cada vez más entumecido, envía una corriente fría por todo su cuerpo, pero allí abajo la piel le arde como si tuviera fiebre.

—¡Papá! ¡Papá! —vuelve a repicar en su interior una voz menuda.

Manuel abre más los ojos y se ve jugando al fútbol en el patio. Allí está Andrés, su hijo pequeño, haciendo palomitas y otras acrobacias de guardameta. De repente, en un acto reflejo, papá estira la pierna como si fuera a detener el balón. A punto de perder el equilibrio, Manuel se agarra con una mano a la puerta y se abalanza con torpeza hacia fuera. Ya está.

Los dos pies en el patio, la soledad comienza a atormentarlo por todos los costados. De nuevo se estanca. Su cuerpo comienza a encogerse. Pierde fuerza, como si estuviera desinflándose. Tal solo parece conservar la pujanza en la mano que mantiene asida una pequeña urna. A unos metros de distancia, los pájaros, extrañados por la molicie inusitada de su amigo, trinan con insistencia como si quisieran insuflarle ánimos. Pero Manuel ya no aguanta; le tiemblan las piernas y se agacha. Poco a poco se va haciendo un ovillo sobre el suelo. Papá ha empezado a sollozar.

—¡Tarjeta amarilla!

—Te voy a dar yo a ti… tarjeta amarilla.

Papá abraza el cuerpo imaginario de su hijo y grita, grita, grita un ronquido hosco de desesperación. Después enmudece, aprieta con fuerza los labios y saborea el dolor enrabietado de la ausencia. El tiempo ya no se cuenta con parámetros exactos. Manuel sabe que las horas están avanzando; lo sabe por las sombras que intuye aun con los ojos cerrados. El frío ahora le acaricia como un lenitivo que calma su desasosiego.  Medio dormido, tal vez ya muerto, la pericia de sus manos de ebanista le permite abrir la urna sin esfuerzo. De inmediato, las cenizas, como si obedecieran un impulso, van adhiriéndosele al rostro, primero, después se le pegan a las manos, y así van buscando los resquicios más exiguos para descansar sobre la piel del ser amado.

—¡Papá! ¡Papá! —resuena en la penumbra del patio.

La voz ahora es distinta. Ya no es la llamada entusiasta de un niño pertrechado con los guantes de portero y el balón bajo el brazo. No, la voz ahora es distinta. Es el alarido desencajado de un hombre abatido, que un día fue niño en aquel patio.

—Déjalo, Andrés, por favor, tu padre está muerto.

Andrés, ayudado por su mujer, recoge la urna vacía y se incorpora. Su padre, caído en el suelo del patio, sigue abrazando un cuerpo imaginario. Es un sueño del que ya no despierta. Después de jugar al fútbol con su hijo, se sentará al lado de Josefina para terminarse el café y seguir hablando.

La loca del quinto

Maica Bermejo

Autora de Un hombre gris y otros relatos

Elisa se sentía como Robinsón en su isla. Como él tampoco escogió su destino, la diferencia con el náufrago por antonomasia, era que Viernes había sido sustituido por los múltiples medios de comunicación con el exterior.

Eso sí, ante el desabastecimiento general de los supermercados, las dificultades para acceder a la compra online, los graves inconvenientes para salir a la calle sin mascarilla y guantes que, por otro lado, no había forma de conseguir, la escasez de desinfectantes de todo tipo y la inexistencia de tests fiables, la obligaron a mantener la reclusión, sí o sí, en su casa, de donde no salía desde hacía varios meses.

Al tener noticias de lo que estaba pasando en Wuhan, y que en pocos días los casos de contagiados se multiplicaban por distintas naciones, incluyendo las de Europa, movió las antenas, olfateó el aire, proyectó toda su energía sensorial y escuchó.

Cuando obtuvo la respuesta puso manos a la obra, hizo acopio de alimentos, elaboró una lista de cosas más o menos imprescindibles que le podrían ser necesarias en un largo periodo de tiempo y advirtió a amigos y familiares que no iba a salir para nada. Sus círculos recibieron la noticia como una rareza más. “La estrambótica” la llamaban siempre que ella no escuchaba.

La limpiadora que venía quincenalmente la miró como si estuviera enferma al pedirle que antes de traspasar el umbral se despojara de los zapatos, que a continuación metió con mucho cuidado de no tocarlos en una bolsa de plástico. Todavía alucinó más cuando en el cuarto de baño le enseñó paso por paso a lavarse bien las manos.

Algo parecido le ocurrió al muchacho que le llevó la compra al decirle que no entrara y que la dejara en el vestíbulo.

– Ya me encargo yo, no te preocupes, primero tengo que limpiarla a conciencia. Gracias.

La cara de asombro del repartidor fue un poema, acostumbrado como estaba a dejarlo sobre las encimeras para que la anciana de largos cabellos blancos y espalda encorvada, no tuviera que hacer esfuerzos innecesarios. Los comentarios que hizo a sus compañeros advirtiéndoles sobre la vieja chiflada que vivía en el quinto, fueron dignos de escucharse.

Elisa se había adelantado al Gobierno en sus previsiones, aunque nunca llegó a pensar que la catástrofe sería de tal magnitud. Sus cábalas y premoniciones no le alertaron sobre lo que iba a suceder.

Girando sobre sí misma miró orgullosa la labor que había realizado. De los azulejos de la cocina colgaban de las alcayatas que había puesto con sus propias manos, bolsas de naranjas, patatas, limones y cebollas. Un par de ristras de ajo, una pata de jamón y unas mazorcas de maíz que pendían de varias cuerdas remataban la escena.

Las cajas se apilaban ordenadas por tipos de alimentos y fechas de consumo. Las bebidas formaban una torre equilibrada y los vinos descansaban horizontales en las estanterías. El arcón congelador, lleno hasta los bordes, acumulaba carnes, pescados y vegetales.

Orgullosa, después de revisar las reservas y comprobar que podía descansar tranquila, se dejó caer en la mecedora donde pasaba largas horas.

Gradualmente ha creado una rutina de abastecimiento. El super le trae la compra que tiene registrada como pedido mensual. De la farmacia le sirven las medicinas pautadas. Y poco más necesita. Al principio salía a aplaudir con entusiasmo, seguía las noticias y hacía mil actividades. Que si música, ganchillo, hornear dulces, algo de baile girando en el salón en torno al piano, y hablar, de todas las formas posibles. Vídeo llamadas, chats, por el móvil, por el fijo. No le daban las horas para hacer las tareas que tenía pendientes. Hasta que se cansó.

Poco a poco, se fue zambullendo más y más en su mundo. Dejó de contestar el teléfono. Desoía el aluvión de vídeos, chistes, bulos y no bulos, consejos que desaconsejaban seguir el consejo anterior, se olvidó de noticias que desinformaban, tembló ante las posibilidades que esgrimían de control sobre la población y por último, dejó de salir al aplauso de las ocho.

En su cabeza se infiltró la idea de una gran conspiración para someter y manejar al mundo.  Cada vez estaba más segura de que todo estaba orquestado con un fin concreto. Se lo contó a los más allegados e incluso se lo decía a sí misma dialogando en voz alta.

Una tarde decidió parar de pensar, se sentó en su mecedora, y dejó que el balanceo impulsara su largo pelo blanco.

No volvió a moverse, hasta que después del ulular de la sirena, escuchó los golpes en la puerta y sintió crujir la madera. Las figuras que irrumpieron en la habitación, la cogieron en volandas y se la llevaron junto a los llamados “disidentes”.

Su móvil, sobre la mesa de camilla, seguía lanzando la señal de rastreo que les había llevado hasta ella.

 

Mens sana

Marian Peyró

Cruzo muy rápido la enorme urbanización, mirando al suelo, para evitar los ojos de cientos de ventanas. El reflejo del sol en los charcos dice que ya cambiamos de estación. Para acceder al laberinto tengo que bajar muchas escaleras. Al llegar, una pesada puerta se cierra detrás de mí con ecos de madrastra dándole vueltas a la llave de una mazmorra. Pero, en realidad, los trasteros son ahora el único sitio de mi recreo. Camino por los largos pasillos, deshabitados de reproches, sin ventilación, pintados de un naranja enfermo. Llevo los auriculares puestos para no escuchar el eco magnificado de mis pasos. Mi reloj de pulsera se encarga de contarlos;  yo de mantener, en confinamiento, la parte esa del corpore sano. La luz, aquí abajo, está programada. Cuando se apaga, camino en la oscuridad hasta que acierto con algún pulsador y entonces la vida es igual a esos sueños de los que quieres despertar.

Virus

Luis Benagulu

Autor de Por las vías del alma

 

Había amado desde hace años a mi pareja. Vosotros que tan bien me conocéis y tanto le apreciáis a él y a la naturaleza de su carácter no llegasteis a entender jamás el intríngulis de su personalidad. ¡No, que va!

Salió impunemente por la puerta, como un espíritu. Se sentía atrapado. Permanecer en casa lo consideraba un agravio. Como un castigo proveniente de la energía vengadora que le ataba al hogar, y le forzaba a la reclusión como el Ángel exterminador de Buñuel pero sin corderos paseando por casa. Como un ser deseoso de un mundo distópico y conspiranoico.

Ofendido por tal injusticia celestial, abrió la puerta y surcó el quicio, hasta verse respirando aire limpio. Por las calles adornadas de palmeras y los cielos llenos de pájaros libres y tintineando sus alas al viendo como demostrando a los humanos su ancestral dominio.

Retazos del pasado cercano pasaron por su mente demostrando su antigua libertad ahora reducida a cuatro paredes.

¡Replicó! Él entonces pensó y retornó a casa al observar a los defensores de la ley intentando devolverle a donde había salido, nuestra casa.

Agarró una cadena del armario, pertenecía a un perro que habíamos cuidado hasta su fallecimiento de viejo. Comenzó a llamarme como si yo fuese el alma de su querido animal. ―¡Konan obecede!

¡No me lo podía creer! Me forzó, me puso el bozal y la cadena alrededor del cuello y me obligó a caminar a cuatro patas. Se cumplieron sus deseos y las órdenes gubernamentales no le impidieron caminar por el exterior, ni a mí tampoco.

La salud antes que nada lo demás es indiferente.

Así ambos la pareja perfecta, amo y can, paseamos, por las playa cerca de la orilla. Sin recibir el menor e insignificante requiebro de la autoridad.

¡Ladré! Los alaridos llegaron a escucharse en varios metros a la redonda. El papel, el rol lo había asumido con gran regocijo con tal de salir de casa. Sobre todo mi marido, mi dueño, que había recuperado su libertad.

Después de unos días le acabaron informando que no era posible pasear a su pareja con un bozal, como si fuese un animal. Los derechos humanos seguían indemnes, a pesar del estado de alarma alcanzado. Aturdido dio varias vueltas por el interior de nuestro piso. Escudriñó de nuevo en el armario y encontró el carrito de la compra. Agarró aquel feo saco azul metálico y vacío. Como un disfraz de sí mismo se lanzó solo a la calle. Cada cinco minutos acudía al supermercado. Ora a por una botella de agua, después a por un refresco, al rato a por una manzana. ¡Qué estrés genera la inactividad!

Vaciló, y perplejo de nuevo se encontró frente a la autoridad que de una manera aseverativa le explicaron:

―Ha acudido usted diez veces en lo que va de hora al supermercado. ¿Me puede usted enseñar el contenido de este cacharro?

Lo abrió y dentro no había más que una lata de cerveza.

―¡Estupefacto me quedo!-dijo.

Intentando disipar las dudas de la policía, comentó que su fisionomía era muy corriente y que le confundían con el vecino del 5º. Le dejaron irse como a un loco y regresó a casa con el carro entre las piernas. Replicaba en su interior las correcciones que le habían efectuado. Murmuró cabreado ya que se le estaban acabando los recursos.

Gritó en voz alta con tono de decisión. Asintió con un movimiento de cabeza.

―¡Me da lo mismo!

Agarró el botiquín del baño y se dirigió a la farmacia. Acudió diez veces a la misma. Compró omeprazol, en otro paseo paracetamol, a la tercera antihemorroidal. Realizaba viajes a la botica cada 10 minutos. ¡Fantástico, hasta que la farmacéutica llamó a la policía local!

Detuvieron a mi marido. Sí a ese que primero, me quiso convertir en perro, luego se volvió loco tras un transtorno obsesivo compulsivo de salir a la calle.

Hoy estoy sola tan ricamente. En casa, y mi marido preso, dando vueltas en la celda como un poseído. Está pensando en aprender sevillanas con una app del móvil, o mirar en you tuve un programa vintage de Eva Nasarre para hacer ejercicio. Cualquiera diría que le persigue un virus por la cárcel o por la playa. Cualquiera diría que mi vida es como un relato de Edgar Alan Poe.

Apocalipsis IV

Luisa Vázquez

Autora de Miscelánea

Todo comenzó en una aldea china. Aunque podría haber sido en cualquier otro lugar del mundo.

Lo importante es que fuera pequeña, desconocida, olvidada hasta en los mapas. Nadie debía sospechar dónde se había iniciado, cual había sido el caldo de cultivo.

De ahí que apareciera aquel día en la población perdida entre montañas, aislada por la nieve durante los meses del crudo invierno, donde se alimentaban a duras penas y el hambre era un invitado que venía para quedarse.

Los aldeanos se preguntaban como aquel viejo y pequeño camión desvencijado había conseguido transitar por las casi inexistentes carreteras para llegar hasta allí. El caso es que apareció un día con los toldos del tráiler destrozados, pero donde aún era visible la cruz roja sobre fondo blanco.

Dentro se ordenaban cajas de cartón y sacos de tela. De la cabina salió un tipo con una mascarilla blanca y guantes de examen. Se dirigió a los vecinos hablando por un megáfono, algo totalmente innecesario ya que su número no sobrepasaba la veintena:

– Camaradas, para que veáis que el Estado no se olvida de ninguno de los ciudadanos de este gran país, ha decidido repartir entre los más pobres y desfavorecidos lo necesario para pasar el invierno. Hay comida, mantas y algunos medicamentos. Esperamos que sepáis ser agradecidos con este gesto de bondad de nuestros queridos gobernantes.

Un murmullo se extendió por el grupo. Era la primera vez que recibían una donación como aquella y desconfiaban de los actos aparentemente desinteresados de las autoridades. Esperaban que, inmediatamente, se les pidiera algo a cambio.

Luego de que se volviera a instalar el silencio, el tipo de mascarilla y guantes hizo un gesto de impaciencia:

– ¿A qué esperáis? – les animó ante su aparente apatía.

Poco a poco, los aldeanos fueron recogiendo un saco y una caja cada uno y se retiraron sin una palabra, sin una mueca.

Una vez en sus casas pudieron comprobar que el saco contenía arroz y en la caja había otros productos de alimentación e higiene. Aunque la indiferencia siguió instalada en la población, no por eso despreciaron el inesperado regalo.

El primer enfermo apareció a los 5 días. Estaban acostumbrados a curar algunos padecimientos leves con remedios caseros y aquello no parecía ser más que un simple resfriado. Cuando aquel primer enfermo se agravó y murió empezaron a preocuparse. Luego le siguieron otros hasta que toda la población se contagió. Entonces, el jefe de la aldea decidió informar a las autoridades.

Le contestaron que les enviarían médicos y un hospital de campaña lo antes posible, pero que en ese impasse, intentaran evitar el contacto con ciudadanos de otras poblaciones cercanas.

La ambulancia apareció dos semanas después. Había cadáveres en sus camas, tumbados junto a sus animales muertos y repartidos por los caminos. Ya no quedaba nadie a quien salvar.

El conductor de la ambulancia transmitió su informe por radio, las autoridades le ordenaron abandonar el pueblo inmediatamente sin tocar nada, pero ya era tarde. Cuando se fue se llevó algo invisible con él.

A las pocas horas el ejército había reducido el lugar a cenizas. Ni el más mínimo rastro quedó de la gente que había vivido allí. Satisfechos, los responsables pensaron que el peligro había sido neutralizado, que todo estaba bajo control.

El conductor de la ambulancia habitaba en una gran ciudad, esto hizo que su enfermedad pasara desapercibida. Solo se asoció a la aldea entre montañas cuando ya era demasiado tarde.

La epidemia se había extendido rápida como la pólvora. En poco tiempo la mayoría de países luchaban contra una enfermedad que parecían incapaces de parar. Los muertos se contaban por miles y los contagiados en millones. La pandemia era inevitable.

Desde algún lugar desconocido, el monje de la máscara de la calavera rió satisfecho.

 

Alea jacta est

Pascal Buniet

Autor de La muerte sabía a chocolate

 

A ti que veo tan preocupado por eso que llaman coronavirus te voy a contar algo que vas probablemente a clasificar como cuento fantástico. Lo sería si no fuera real. Escucha.

En el fondo del mar, muy profundo, mucho más allá de donde el hombre nunca ha podido llegar, existe un lugar que el ser humano ni se imagina. Es un sitio que conecta todos los mares del mundo, un lugar mágico, lo podemos describir como una gruta marina.

No me preguntes como lo sé porque entonces tendría que revelarte quien soy en realidad. Es mejor para ti que sigues pensando que soy quien tú crees que soy.

En ese lugar vive un Ser que no tiene forma humana ni nada con lo que se le podría comparar. Es Alguien, una fuerza que los humanos llamarían un espíritu. Uso esa palabra para que te puedas agarrar a algo concreto, para que puedas entender. Ese Ser, le llamaremos Marum por comodidad, es el dios de los mares, la esencia de los elementos líquidos de la tierra: mar, lagos, ríos…

Marum está muy cabreado. Muy, muy, muy cabreado. La palabra cabreado no alcanza a expresar lo que ocurre en realidad porque estamos hablando de otra dimensión. Su malestar ha ido creciendo poco a poco y le ha llevado al punto de actuar antes de que sea demasiado tarde. Ha convocado por primera vez desde la creación de ese planeta, un congreso de las fuerzas de la naturaleza. Además de Marum acudió Montum, el espíritu de las montanas y bosques, Terrum el dios de las tierras planas y también asistió Animalum el espíritu de los animales tanto terrestres como voladores.

Sonríes al oír esos nombres, pero quiero que recuerdes que estoy tratando de poner a tu nivel de humano hechos y fenómenos que tu capacidad mental puede difícilmente alcanzar.

Sigamos. Tienes que saber que todas esas fuerzas son el origen de la creación de la tierra. Se repartieron harmoniosamente ese planeta para hacer de él un espacio paradisiaco. Satisfechos por lo conseguido decidieron añadir un ser que disfrutaría de ese prodigio, una especie de animal que dotaron de un cerebro y sensibilidad para que pueda apreciar y disfrutar de lo que le habían puesto a disposición. Tanta belleza fue entregada a lo que llamaron el ser humano. Un animal que gracias a su inteligencia podría saborear esa maravillosa creación. Los dioses, satisfechos, se quedaron a un segundo plano para dejar que el hombre disfrutase de ese universo.

No los vemos pero siguen ahí, están en todo: en el viento, en las olas, en los arboles, vivos y omnipresentes. No se pueden tocar, se trata de otra dimensión. Pero ahora oyeron el grito de alarma de Marum y acudieron a su cueva para el Gran Consejo del Planeta. Y todos, todos llevaban el mismo cabreo.

Comprendo que te cueste entender de qué hablo al tener nada más que un cerebro humano. Escucha con atención, quizás llegas a captar una parte. Volvamos a lo que te quiero explicar.

Todos tenían quejas contra los hombres: El mar se estaba ahogando, los bosques agredidos, los ríos sucios y desviados….No creo que deba explicarte más. Sabes de qué hablo.

Todos habían ya avisado, tratado de frenar a los devastadores. Habían lanzado señales: terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, tsunamis… Fenómenos para advertir a los hombres que existen fuerzas superiores, que ellos no mandan. Sin efecto. Los humanos se han crecido, se creen la raza suprema. Se creen que ese mundo los pertenece. ¡Jajájá!. No son conscientes que podrían perfectamente desaparecer. Que se puede esperar de una especie que quiere ser inmortal y al mismo tiempo seguir reproduciéndose en un mismo planeta.

Ha llegado el momento en que cada uno vuelva a ocupar su lugar. Las fuerzas de la naturaleza han vuelto a tomar las riendas del mundo. No fue difícil porque tienen el poder.

Quizás ahora empiezas a entender que está pasando. Había que parar al hombre de una manera radical. Pararle los pies como dicen ustedes. Algo que los detendrá que les recordará que no son sino lo que son, unos seres ínfimos en un mundo que no pueden controlar.

El Consejo ideó un elemento destructivo, un virus. Tan simple y tan eficaz. Y mira: El planeta vuelve a respirar y los animales a vivir en paz.

Frente al buen resultado, el Consejo de la Naturaleza está dudando si acabar de una vez para siempre con la raza humana y dejar que los animales tomen su lugar. Ellos ya se están organizando en los alrededores de las poblaciones para dar el último toque y exterminar a los sobrevivientes de la pandemia.

 

Yo estoy dudando que decisión tomar. Dudo pero tengo que recordar que los humanos habían empezado a autodestruirse hace tiempo con un virus que habían creado ellos mismo y que llaman dinero.

Tu sonrisa me muestra que no me has tomado en serio, que no ha entendido…Lo esperaba, te lo dije al principio, eso parece un cuento fantástico pero cuando te darás cuanta de que es real nunca más volverás a sonreír. Ni querrás, ni podrás. ¡JA…JA…JA!

 

 

 

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